Me han robado la playa. La arena y
el mar, ¿el arena y la mar?… Da igual,
hoy no hablo de letras, sintaxis, fonemas… Hoy hablo de robos.
Estaba intentando no perder los
nervios, no adelantar y pensar en eso del compartir que siempre dice Lamama “Hay
que compartir, cariño, déjaselo al nene que tú lo tienes todos los días”, y el
nene en cuestión me mira rotundo, con el pecho henchido de orgullo, avalado en
su hurto perverso.
Pensé que iba de eso, de mirarles
un rato en su disfrute para conseguir que, finalmente, la playa vuelva a mí, y
todos a sus casas. Pero no. Aquí nadie se pira.
Aquélla playa inmensa, de paz,
sosiego y arena lisa tiene más gente que olas en su mar, y he pasado de
corretear a mis anchas a tener que sortear todo tipo de veraneantes, que vienen
con su kit completo de usurpador: sombrillas, sillitas, toallas para tomar el
sol, toallas para el secado, neverita, colchonetas. ¡Usted me ha robado la
playa, no me robe también las vistas! me dan ganas de gritarle. Pero sólo me
sale” No, no, nooo”. Y me frustro más todavía, porque no me hago entender y no
puedo reconquistar mi playa.
En mis paseos a salto de mata por la orilla, intento reconocer a los
lugareños, para transmitirles mi empatía, para que sepan que no están solos en
su aflicción. Busco a aquel sencillo pescador inmune a las bajas temperaturas,
al cazatesoros que paseaba su máquina detector de metales, y a los dos o tres
más que solía encontrar entonces, cuando todo estaba en orden y reinaba la
tranquilidad y la quietud. Les reconozco por el brillo de los ojos que, como el
mío, se ha tornado pálido, a la espera de tiempos mejores en los que volver a
brillar.
Grandes los cerdos egoístas de Andy Riley... ¿Y si probara yo con aletas de tiburón?
Qué disgusto. Esto del compartir,
digo.
Pero como de todo, eso sí, hay que
sacar el lado positivo, me digo: mira el
horizonte, hay cientos de palas y rastrillos para el disfrute. Pelotas, cometas
y castillos de arena que arrasar. Así que corro como un conejo, a saltos
rápidos y arrítmicos, y me abalanzo sobre una pala grande y hermosa, potencial
de grandes alegrías a corto plazo. Y justo cuando la he alcanzado y la recojo
con un gusto bárbaro, resulta que un
nene que está en mi playa, en mi arena, me la arrebata con un bufido hablándome
de propiedades. Y yo, en medio de una oleada visceral que amenaza temblores
varios de mi pequeño cuerpito, puedo pensar a duras penas que qué le han
enseñado a este tío. Que cómo es que Sumama no le ha dicho que aquí hay que
compartir y a joderse.
Y como el nene no cede en mi
empeño, espero a que llegue Lamama que ya parece divisarnos pues hace más
aspavientos que de habitual.
Cariño, dice, y yo empiezo a
henchir mi pecho enclenque, mientras me relamo el hocico sabiendo que tengo las
de ganar porque: mira nene, tú eso lo
tienes todos los días. Pero no, resulta que la melodía cambia y Lamama me
explica que hay que preguntar primero, que la pala es del nene, que yo tengo mis palas y que… No sé, y que no
sé porque ya no la escucho, ya he sucumbido a la indignación y grito colérico
para que me oigan en todas las playas del mundo.
Por lo general el disgusto me dura
poco porque aparece Sumama, Supapa o Sutío, que anima al nene infame a
compartir. Y pala arrebatada, pala adquirida. Yo apenas puedo henchir ya el
pecho, afligido y contrariado, pero intento disfrutar de mi nuevo tesoro y de
mi propia identidad.
Sí, identidad. Parece ser que
entro en una etapa un poco egoísta, y no sólo me pasa a mí y al infame ese de
la playa, nos pasa a todos los nenes porque así nos hizo la naturaleza. Dicen
los blogs serios de maternidad –a estas alturas ya habrán entendido que aquí no
se encuentran ese tipo de pautas- que el proceso es lento, y hay que darnos
cuartelillo… unos seis años. Primero tengo que aprender a distinguir lo mío de
lo del resto (tengo clarísimo lo que es mío, ¡de lo que dudo es de que haya
tantas cosas que no lo sean!); he de aprender a compartir (qué culpa tengo yo
de que nadie quiera mi mierda pala, ¿eh?), y por último, cultivar el arte de
regalar (será una mierda pala, pero es mía. ¡Mía!).
En fin, que me dan más de un
lustro para eso, que no tengo porqué empezar a sudar como lo estoy haciendo.
Será que hace calor.
Lo que no entiendo muy bien, es
ese punto dos: Compartir. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo hay que empezar a preocuparse?
¿Acaso los prestamos no tienen un principio y un fin? ¿Cuándo podemos empezar a
hablar de robo?
Que no, blogs serios, que no me
cuenten milongas… que a mí me han robado la playa…
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