jueves, 18 de junio de 2015

Economía del lenguaje y otros vicios del discurso

Hace unos días leí que al parecer en El Quijote se emplearon unas 23.000 palabras, mientras que un ciudadano medio ronda las 5000. La diferencia es pantagruélica. Y desoladora. Vale, no vamos a ponernos a disertar en plan hidalgos ingeniosos, pero acortar un poco esa distancia bien podría servirnos. Yo lo intento, a ratitos. Me gusta apuntar palabras cuando leo algo y se me escapa algún término, cuando se me van los matices. Nuestro lenguaje es tan rico que contamos con vocablos específicos para cada pequeño detalle.

La última palabra en sumarse a mi precario vocabulario es lacerado. Que no es “con cera, ¿no?”, como me ha indicado el Páter, sino  infeliz, desdichado. Antiguamente se usaba para nombrar aquello mezquino y miserable, o para designar a quienes padecían  el Mal de San Lázaro, que no es otro que la lepra, o la elefantiasis. Eso es lo que es realmente mezquino y miserable… que sean sinónimos.

He de reconocer que aunque aquí y ahora rompa una lanza a favor de la diversidad del lenguaje, en casa tiendo a economizarlo; tanto que temo por Elprenda. La economía del lenguaje consiste en decir la mitad de la palabra y quedarse tan ancho. Se pone la “cale” cuando hace frío; se desayunan tostadas con “mante” y “merme”, o se comen ricas “ceres”, ahora que es época de ese fruto rojo con rabo sobrino de la picota, que mira tú por dónde no es “pico”. O al menos, no de momento.

Por si fuera poco, en casa además tendemos a usar el argot de forma desaforada. El Páter se jacta de su origen y acompaña su deje madrileño de “j” exacerbada con muletillas y gracejos de una jerga propia, prolija y rica en detalles, no obstante. Siendo sinceros, esa jerigonza nuestra está ya un poco obsoleta. Hace una década que hicimos las maletas para volar lejos, bien lejos (esto del pueblito costero es un chiste si hablamos de distancias) y mientras que el argot avanzaba presuroso en su lugar de origen, quedaba estancado en nuestras bocas. Entonces, ajenos a los cambios, soltábamos palabros sin remilgos, aquí y allá, manteniendo esa lengua de viejos rockeros ufana y sin complejos.

Yo a veces busco a Jesús Vázquez por si se encuentra cerca, por si eso de la “basca” que acaba de llegar a mis oídos no es un anacronismo, sino un guiño lanzado con premeditación y alevosía.

Aún no lo he visto. A Jesús, digo.


El acortar las palabras en el día a día, sumado a la germanía madrileñaSigloDos, no es el único escollo con el que Elprenda puede tropezarse. A estas peculiaridades se une nuestro pasado expatriado. Vivir en otros parajes es lo que tiene: que la lengua es otra –Parada 1- o que se usen otros vocablos y formas verbales diferentes–Parada2- . Hace unos años parecía que íbamos de guays al no poder evitar soltar algún que otro “sure”, “perfect”, “see ya”, “cheerio”, ejem. Y tiempo después parecíamos sencillamente raros al hablar por el “celular”, usar la “compu” o soltar “Yas” a troche y moche.

Pero no todo acaba aquí. Aparte de vivir en otras latitudes siempre hemos tratado de imitar acentos, y adoptar palabras que nos parecían graciosas. Una de nuestras últimas y más preciadas adopciones es la terminación “ingo-inga”.

- ¿Cómo quieres el meloco?
- Pelaingo

Elprenda lo tiene difícil, a qué negarlo. Y hemos de tratar de esforzarnos en abandonar manías y vicios en el discurso. Cuanto antes. Antes de que nos llamen de la escuelina contándonos que el niño habla raro, que no lo entienden.

O antes de que Elprenda invierta los papeles e insista en educarnos.

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