viernes, 11 de septiembre de 2015

Un domingo cualquiera

Suena el despertador: ¡¡Yaaaa!! ¡¡Vámonos, vámonos!!
Qué bonito, mi niño habla.
El despertador no para, por más que le apriete las tuercas de pequeño niño contrariado. ¡Ssshhh, a dormir! Digo, lacónica, sin apostar ni el cobre a caballo ganador. Yaaa, vámonos. Pueta.

Es lo que hay, no sé ni por qué pruebo. Al menos hemos pasado una noche de escándalo pues se acerca el frío y Elprenda no requiere de tanta agua para dormir. Se acabaron las noches de camellos. De pequeña, con mis amigos nos llamábamos camello cuando alguno inundaba su cuerpo de agua, sin respiro. En realidad los camellos aguantan sin beber eternidades pero debe ser que hay un día de acopio, y ese era el día al que siempre nos referíamos en la fuente.

Un pequeño guía orienta mis pasos matutinos. Pipí, me dice, me señala el inodoro y yo, dócil y sumisa, aposento el culo para gracia de mi canijo director. Antes de tirar de la cadena, Elprenda corre y se asoma, como si fuese a divisar las aguas sagradas del Ganges. Tiro, y la cara de mi pequeño jefe de la aurora brilla henchida de felicidad. Y yo deseo llevarle a Niágara o Iguazú para que nunca acabe su alborozo bendito.

Desayunamos tostadas, que yo preparo frente a Elprenda, que normalmente prefiere abrir y cerrar el frasco de mermelada a abrir y cerrar la boca. Abuelagallina me ha metido en la maleta este bote de jalea. Es francesa, como todo de lo que gusta mi madre. La etiqueta reza: Rapsodia de frutas. Arándanos Silvestres. ¡Rapsodia! Le arrebato el tarro al Director, que entiende que ha dejado de dirigir –vale no, no lo entiende- y aprieto la rapsodia tan fuerte que casi puedo notar su latido. En una pirueta colosal, Mercury sale disparado al salón empapado en bayas silvestres y me hace la lucha del desayuno mucho más fácil.

"Mama mía, mama mía, mama mía give me toast", escucho decir a Elprenda en varias ocasiones.


Por lo general Elprenda hace de vientre tras deglutir su rebanada. Viva la vida bohemia, me digo zanjando la canción. Empieza la otra serenata: limpiar con mayor o menor esmero el asunto.  Él me dice que el pañal pesa un kilo, yo le digo que ay que mono es mi niño, pero que hay que ver lo que caga, y ventilamos.

Si los domingos son el Día del Señor en otras casas, en la mía siempre es el Día del Niño, y el señor y la señora van a remolque. Es cierto que los planes siempre salen de nosotros, que por ahora seguimos siendo capaces de hacer alguna cosa más que Elprenda, pero una vez llegados a destino, el timón cambia de manos. El crío se engalana con su gorro marinero de capitán de buque, y todos a navegar.


Los domingos nos vamos de crucero.  Y como aquí el objetivo es pasar un buen rato, y eso se da generalmente cuando el bucanero está contento, pues ni qué decir tiene que él decide cuando se anda, se corre, se baña, se para o se vuelve. Si Elprenda leyera esto, gritaría sin constricción ante mi sarta bellaca de embustes y patrañas. Pero insisto, a grandes rasgos, es así. Porque si yo pudiese decidir ahora como sería un domingo cualquiera, seguiría bailando la Bohemian Rhapsody con una cerveza en la mano; y de ahí pasaría a escuchar el silencio hermoso sólo roto por el compás repetido de las olas. Y podría pasar el rato cocinando para luego pasar un rato aún mejor comiéndolo, sin el tic-tac sonoro que amenaza con un fin de siesta ligera del pequeño capataz. Volvería a las series, a las panzadas, digo. A cuando ver un capítulo no era una odisea. Y podría subir el volumen para que Etta James dijera At last de forma convencida.

Pero mis domingos cualquiera ahora son distintos. Sus canciones aparecen entonadas por un agudo jamás soñado por Freddy y Etta en sus mejores falsetes. Y aunque aturdida y algo sorda de la mano de mi Pequeño Ruiseñor, allá que sigo al tarambana sin brújula o vigía en busca de nuestro pequeño tesoro dominical.

-¡Sé muy bien que he salido ganando, pardiez! le digo a Elprenda en un ataque de amor descontrolado. Y él se ríe, me besa y se separa para seguir a lo suyo sin importarle el calendario al muy pirata. 

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