Aprovechando una fecha importante
acaecida esta semana, aun no siendo una fecha redonda -dentro de dos años el
shock igual no me deja escribirlo-; y admitiendo que esto del blog me está
rasgando las entretelas, hoy el post no irá de esta mi maternidad de ahora sino
de aquélla, la maternidad de entonces. Que yo viví como hermana pequeña en un
hogar que fue de lo más innovador en esto del divorcio, y dónde fui de lo más
feliz y también, de lo más sufrida. Allí siempre me acompañó mi hermano mayor
que, como digo, esta semana ha hecho 38.
Corrían los años 80 y yo me
preocupaba por Chulín, por lograr hacer rodar el Súper Cinexin con el dedo
-puesto que al mío, como al de todos, se le cayó la palanca aproximadamente en
la segunda sesión- y por no caerme de la bicicleta. Eran años de buscarse las
vueltas por las tardes, después de Espinete, y mi hermano y yo nos inventamos
el “Globomano”, un juego que aún me pregunto por qué no patentamos… Aún estamos
a tiempo, pero los niños de hoy prefieren la Play. Nosotros jugábamos con mi padre a hacer crecer un coche para
hacer volar por los aires a otros tres carros. Rojo, azul, magenta y amarillo.
Eso era todo, la pantalla no daba para más… Bueno sí, si pasabas de nivel había
una piscina en el centro, por lo que además de hacer explotar los vehículos
contrarios, también podías ahogarlos.
En las mejores horas del colegio,
esas que iban desde las 12 hasta las tres con el almuerzo de por medio,
jugábamos a hacer albóndigas con la arena y a pasar por “los tubos”; y si
llovía el patio nos recibía con sus mejores galas horas después, con unos
cuantos charcos que yo saltaba una y otra vez con mis katiuskas amarillas de
ribetes blancos. También estaba abierta la biblioteca y allí íbamos a dibujar y
a ojear las revistas de entonces. Pero lo que más nos divertía era colarnos
dentro del recinto, custodiado por los cuidadores de turno a los que tratábamos
de dar esquinazo corriendo despavoridas por aquéllos enormes pasillos repletos
de palomas de la paz coloreadas y alguna que otra sardina.
Y llegaban las largas vacaciones
y las playas del Levante estaban siempre ahí, junto a esos dos apartamentos que
íbamos turnando, el pequeño y el grande, según hubiese o no alquilado la dueña.
Allí conocí las manos locas, y el blandiblú, y mascaba chicles del anti-chollo
mientras mis ojos recorrían escaparates llenos de acid-houses estrafalarios.
Nunca tuve una de esas camisetas, mi madre en los ochenta conservó el buen
gusto.
A mí lo que de veras me gustaba
eran las Converse Magic de mi hermano. Y me aprendí las alineaciones de la NBA
porque cuando nos tocaba con mi padre, finde sí finde no, se veía el basket. Y
Scottie Pippen, Jordan, Abdul Jabbar y un loco bajito hacían de las suyas. Yo
siempre fui de Dominique Wilkins, pero cuando me regalaron una pareja de osos
azules decidí que fueran por siempre de los Celtics y fueron Larry y Bill hasta
el fin de sus días.
Aún recuerdo las caras de
felicidad de mi padre y mi hermano cuando uno de los compañeros de clase, hijo
del gran Ramón Trecet, me invitó a su cumpleaños. Allá que fueron a recogerme
páter y filio animados pensando en que además de chocolates y velas habría algún
triple, algún mate, o al menos una falta directa por pura pesadez, lo que fuese
con tal de colarle al tipo un tiro libre.
También eran muy de fútbol -cada
vez más, eso no se cura con los años- así que mis ojos inocentes siguieron
jugadas del Castilla y enloquecieron al ser testigos de aquéllas volteretas de
Hugo Sánchez.
En el colegio también hacía cosas
“más de niñas” -ya ves tú-. Hubo un año en el que todas teníamos tiritones, aquél muñeco con una pila
inmensa en el interior del cuello que se estremecía y vibraba al contacto con
el agua. Las niñas que llevaban muñecas llevaban eso: muñecas. Y las vestían de
rosa, amarillo, morado, qué se yo, pero siempre con vestidos y volantes. Ellas
tenían tiritonas. Yo tenía un tiritón. Un muñeco con pilila al que sólo le
quedaban bien los pantalones. De cuando en cuando me hacía la loca y engañaba a
las compis diciendo que lo mío también era una muñeca, y le embutía en algún
vestido que no sé ni de dónde sacaba. Finalmente el tiritón acabó oxidado
porque la pila se terminó mojando y el cuello de plástico agarró un color
impreciso. Y acabó sin cabeza, como todos mis muñecos. En mi casa generalmente
tenías que buscar el cuerpo de los muñecos en una de las habitaciones, y la
cabeza, qué sé yo, quizá en la cocina.
Y así creció esta madre de hoy,
bebiendo el zumo de naranja a toda prisa para no perder ni una sola vitamina y
convertirse en Super Ratón, supervitaminada y supermineralizada. Así me hice,
jugando a ser Sophie, aquélla sobrina rubia del Inspector Gadget que le
solucionaba la papeleta en cada capítulo. Soñando con tener un reloj walkie, un
libro interactivo y… ¡un perro!
Disfrutando los viajes en los que
los maleteros nos acogían con los brazos abiertos, y no se conocían las sillitas
ergonómicas como la que usa Elprenda. Jugando al veo-veo en aquéllas horas
muertas de carretera y manta, y escuchando a Aute, a Jacques Brel, a Sabina. Buscando
la montaña con forma de camello de camino a Valsaín, pasando por Los Asientos
que yo llamaba sillones.
Y con Esaprenda lidió Abuelagallina;
una mujer vivaz que tuvo que cargar carros y carretas, pero que siempre contó con el
amor abnegado de mi buen hermano, que por aquel entonces bebía sus vientos.
Una malamadre que para mí fue la mejor; sí, a ratos me alimentaba de palitos de merluza y
puré Maggi pero que a su vez me nutría de amor incondicional y unos valores inmejorables.
Y hacía como el padre ese del anuncio de Día
que en los cumples de los peques se calza el vestido de payaso. Ella no se
calzaba nada, iba con sus jerséis de lana y sus pantalones de pana habituales
–así he salido yo-, pero hacía enmudecer al graderío infantiloide con sus
gestos, canciones y concursos. Era mi pilar, mi mala madre perfecta.
Y yo tampoco había desarrollado
eso de la vergüenza ajena…
Mimama que no me dejaba bajar a
la piscina (Ni piscina, ni piscino) hasta hacer los deberes de Santillana, y
aprenderme los verbos de carrerilla… y también el subjuntivo. Mimama que se
arreglaba para salir y nos preguntaba a nosotros, Susprendas, que si mejor así
o asá. Que si rojo o marrón. Y entonces entornaba sus lindos ojos azules
avivados por el rimmel y mi hermano y yo navegábamos por todos los océanos y
mares posibles.
Y nos quedábamos ahí los dos. Y
yo dale que dale con el cuento aquél de los cabritos y que no había que abrir
la puerta, y que dónde estaba el reloj de cuerda ese grande, con pedestal, para
esconderme.
Ah, las madres de los ochenta,
que sólo contaban con dos canales disuasorios en la televisión. Que metían a
los retoños en los maleteros, que preparaban medialunas, que te traían el Don
Mickey. Esas que te compraban Frigo Tiburones azules, como sus ojos, aunque
fueran de hielo. Que decían: ¡que te he dicho que las jeringas no se tocan!
Hoy por hoy, Elprenda aún no me
da bien la réplica, pero ya ha empezado a conocerme y tiene muy claro cómo se
me camela. Eso sí, sólo en los pequeños avatares domésticos, esos altibajos cotidianos.
Como es tan pequeño aún soy la buena amada y la bien querida. Y yo a
disfrutarlo.
Ya temblaré, ya, con estos niños
del nuevo siglo con cientos de canales, sillas ergonómicas, comida basura en cada
esquina. Tiradores de tebeos a la cara… Que qué es eso que no tiene pantalla…
Y sin Frigo Tiburones.
Por lo pronto a disfrutar la vida
de mala madre sin que él lo note demasiado, que ya se enterará, ya. Y yo me
enteraré, ya, claro. Ufff, ya empiezan a tembrarme las canillas cual tiritona.
Qué gran revival de aquellos maravillosos años 80! Ahora quedan muy lejanos, aunque siempre se agradecen estas máquinas del tiempo que te trasladan por un momento a otras épocas. Las que nos han hecho lo que somos.
ResponderEliminarJo, María, qué de recuerdos compartidos...
ResponderEliminarTemblaremos juntas para que nuestros enanos no nos desenmascaren pronto y sigamos siendo malasmadres bajo la careta de madresnovatas :)
Jajaja... sí, toca tembrar un poquito. Y alucinar, con ellos y por ellos... Me ha encantado tu blog, por cierto. Te escribí en alguna parada del Transiberiano. Abrazo!
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