lunes, 27 de abril de 2015

Esplendor en la hierba

Aviso a navegantes: Spoilers. Si no has visto la película piensa bien si quieres seguir.

Cuando Elia Kazan empezó a dirigir Esplendor en la hierba ya era un traidor. Había vendido a sus antiguos compañeros del Partido Comunista ante el Senador McCarthy, líder del Comité de Actividades Antiamericanas, y se había quedado más ancho que largo.

El Kazan de honorable boca cerrada, anterior a 1952, supo llevar como nadie a la gran pantalla la obra de teatro de Tennessee Williams, Un tranvía llamado deseo, para que los cines de medio mundo ardieran con los rifirrafes Brando-Leigh. E incluso ya tenía un Oscar en su haber por una peli anterior, La barrera invisible, con Gregory Peck. No era, lo que se dice, un desconocido. Su trabajo emanaba talento y la crítica se lo reconocía. La moralidad de Kazan no había dado síntomas de grandes desvaríos, y sus filmes parecían llevar la rúbrica de alguien más o menos normal, o al menos, discreto. Pero llegó 1952 y su honorable boca cerrada se abrió. Y lo hizo de lo lindo para hermanarse con McCarthy y convertirse en uno de los personajes más odiados de La Caza de Brujas. Largó. Y vaya que sí largó.  Que si había sido del Partido Comunista de 1934 al 36 pero ya se había redimido; que si él, todo por la patria (de acogida, era polaco); que si ya nada tenía que ver con aquellos marxistas; que si… apunta, apunta, que te doy los nombres de quince de mis excamaradas.

Ese mismo año veía la luz Viva Zapata, y su director se quedaba como Villa, otro líder de la Revolución Mexicana: Pancho; panchísimo. Y se fueron sucediendo grandes títulos: Al Este del Edén, Río Salvaje… Y llegó 1961 y el infame delator supo hacer resplandecer la hierba como nadie, el muy maldito.


Lo mejor de Esplendor en la hierba es el guión, una historia hilada a la percepción con golpes dramáticos a cada paso. William Inge supo convertir un poema de otro William, éste Wordsworth, en un guión implacable, ante el que nadie puede quedar impasible. Y es que todos hemos sido jóvenes y por todos pasa el tiempo, no hay forma de pararlo. Eso es Esplendor en la hierba; una oda a la juventud, cuando las emociones, las oportunidades y los deseos parecen imparables, posibles e inquebrantables. Pero ahí están Bud Stamper y Dennie Loomis para decirnos que no, que aunque todo parezca perfecto y el amor más grandioso nos nuble, al final las historias se tuercen. El tiempo arrasa con él las ilusiones que la juventud teñía de imperecederas.

No es lo mismo plantarse a ver el metraje con menos de veinte primaveras que hacerlo con 35, cuando el reloj ha sido también infalible contigo, y de la juventud quedan, con suerte, frágiles coletazos. No, no es igual, pero sin embargo, en cualquier etapa te tumba y te desbarata. Por lo que pudo ser, por lo que no fue, por lo que ha sido.

Warren Beatty se ganó un Globo de Oro a la nueva estrella del año por su papel de Bud Stamper. El joven, que no lo era tanto para encarnar a un chico de instituto, sí era novato en el séptimo arte –a pesar de conocer las tablas del teatro- e hizo la réplica a una Natalie Wood ya conocida por su papel junto a James Dean en Rebelde sin causa. Ella fue nominada al Oscar, pero la estatuilla recayó en Sofía Loren, por Dos mujeres. La italiana pudo hasta con Audrey Hepburn, nominada ni más ni menos que por Desayuno con diamantes. Se cuenta que en el rodaje de Esplendor poco eco tuvo esa moral mojigata y beata que plasmaba la peli, propia de los años 20 en una localidad rural de Kansas, y de la Gran Depresión Americana. Al parecer hubo líos por doquier, empezando por Kazan y Bárbara Loden, que encarnó a la hermana desinhibida de Bud, contrapunto genial a las actitudes de la Loomis. Parece ser que también Beatty y Wood tuvieron su historia detrás de las cámaras. Pero eso son cosas que pasan, como la traición de Kazan, y poco han de tener que ver con el propio filme y ese vaivén de emociones que se adueña del espectador.

Los protagonistas de esta peli viven una historia de amor intensa, pero se dan de bruces con los planes de sus progenitores. A la una no la dejan desfogarse y es adoctrinada para cerrar las piernas; al otro lo encaminan a una profesión que no desea, y su carácter contenido y subyugado lo imposibilita para la batalla con su padre, máximo exponente del despotismo ilustrado. Ante este panorama su amor se tambalea para irse a hacer gárgaras.

Se siguen queriendo; qué más da.

Y así la vida pasa y dos personas llenas de ilusiones, planes y juventud se conforman con el devenir que les toca, para acabar confiándose que no se preguntan demasiado sobre la felicidad.
Y así la vida pasa y El Traidor rueda otra traición: la de los ideales de la juventud. Un nuevo imaginario se da de bruces con aquello que un día fue, pero se acepta, y los nuevos días se llenan, quizá, de complacencia.

El final de la peli es tan rotundo, tan intenso, que da igual mi edad; siempre consigue deshacerme, tambalearme. Desbarata.

Pura frenopatía.

“Aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo”.


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